MI HERMANO JOSÉ MARÍA PÁRRAGA

 

Conservo una foto tomada en la taberna “Los Zagales”, a principios de los noventa, una foto en la que estamos ocho o nueve amigos. Veníamos de una galería de la plaza de la Cruz, de ver una exposición del escultor Luis Toledo, que estaba en esta pequeña celebración con su mujer. La instantánea está tomada en el sentido largo de la mesa, como en profundidad de campo, y en ella Párraga estaba al principio, el más cercano a la cámara, con esa blanca y abarcadora sonrisa suya que era la sonrisa del mundo.

Él, que no era el más alto ni el más corpulento de la reunión, llenaba con su expansiva humanidad todo el encuadre.

Si iba por la calle —cargado de enormes rollos de sus lienzos bajo los brazos——la abarcaba entera, pero no porque tuviera una complexión enorme, ni por sus simpáticos andares basculantes —como si caminara por la cubierta de un barco—, sino por la gracia de esa generosidad humanidad que se apoderaba de todo.

Llevaba una chaqueta negra sobre la camisa y los pantalones vaqueros azules. Sus gafas. Y una corbata estrecha gris jaspeada que recuerda otra foto en la que aparece él solo —años antes—, donde la corbata deja su lugar a un largo pez colgado del cuello, en uno de sus prontos dadaístas. En otra famosa corbata suya aparecía Mickey Mouse.

Aquí, en la foto de Los Zagales, tiene una mano en la rodilla, y con la otra sostiene velazqueñamente un platillo con un buñuelo de bacalao. (Tapa nombrada en la taberna como “gabardina”).

Conocía a todo el mundo en Murcia —y supongo que en Madrid o donde fuera—, del rey abajo, sin que pueda saberse cómo. Con todos tenía conversación, humor, y con quien quería, su toque irónico o crítico, espontáneo —tenía su toque anarquista— que nadie podía tomarse a mal. Puedo pensar en él como en alguien que en la populosa e inabarcable Nueva York y sus cinco distritos, habría sido también amigo de todos y cada uno de sus ciudadanos, ricos, medianos y pobres. No por afán de relación, porque eso no obraría tal milagro, sino por una indescriptible abundancia del corazón. Era como esos profetas y sabios predicadores itinerantes de los libros de la sabiduría oriental y de la Biblia que entraban a una aldea, o pasaban ante una casa de campo y llamaban al dueño por su nombre —para asombro de éste— por pura inspiración y naturalidad espiritual. Como cuando Jesús entra en Jericó y ve al pequeño publicano Zaqueo encaramado al árbol sicómoro porque —a causa de su corta estatura— no podía ver al Nazareno entre la multitud, y Jesús, como si tal cosa, le dice: “—Zaqueo, date prisa, desciende; porque hoy es necesario que me quede en tu casa”. (Como se lee en Lucas, 19). Lo mejor es que el menudo Zaqueo lo ve tan normal, y se llena de gozo.

Mis años juveniles estuvieron llenos de su magnífica pintura, que se encontraba, como él, en todas partes, y era quizás la única que podía verse en los lugares públicos más diversos, como en este precioso mural del Instituto. Hice amistad con él, más o menos, al acabar mi Bachiller. Lo visitaba a menudo, años después, siendo yo todavía joven —el siempre fue joven— en su estudio de la plaza de Camachos, uno de los muchos que tuvo. Allí, recién estrenado el taller, me había convocado la primera vez para regalarme un cuadro por mi boda. Era también un regalo para mi mujer, a quien conocía por sus colaboraciones en el Teatro Universitario. En esa época él hacía muchos pirograbados. Yo estaba allí encantado, viéndolo manejar el fuego como un nuevo y sonriente Vulcano, feliz, con un resto de cigarrillo ensalivado en la comisura de la boca, sin dejar de hablar. En un momento dado, sonreía, detenía su trabajo y te invitaba a un parco aperitivo franciscano, siempre con un luminoso vaso de vino tinto. Me decía: “Pedro, ¿qué es de Fulanito? Hace tiempo que no lo veo”, Yo le contaba, pero él sabía, no sé cómo, muchas más cosas recientes de ese amigo que yo mismo.
Un día ya no estuvo más entre nosotros, en las calles de siempre.

Coincido a menudo con su mujer, Roxana, que vive en nuestro barrio común de Santa Eulalia, donde José María pasó con ella y sus hijos los últimos años de su vida. Nos paramos siempre a hablar un poco, de mil cosas, y, a veces, claro, nombramos y recordamos expresamente a José María. Pero los dos sabemos que, como la vida, Párraga no es para nosotros un tema de conversación, sino un aire limpio que respiramos.


Pedro García Montalvo
Murcia, 2 mayo de 2016